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domingo, 25 de abril de 2010

La Ciega

Otra forma de ver la vida

La Ciega y el Publicista

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Where is it?

Vamos, ¿Dónde está?

Un vecino me indica lo siguiente, es una pista:
"La fuente del tio Arrastrao lo hemos hecho Ismael, Victor, Amador, Alvaro (un amigo de Amador), Roque, Jose Miguel, Santi, Juanito y Ángel Murillo esta semana de atrás. Está donde tienen ..."
y hasta aquí puedo leer, parafraseando a un famoso concurso de televisión.
( Por si hubiera algún analfabeto, no lo creo entre tan selecta concurrencia, "Un, dos, tres ...")

País de Mierda

FACHA DE SIETE AÑOS
por Arturo Pérez-Reverte
EL SEMANAL,

Me interpela un lector algo –o muy– dolido porque de vez en cuando aludo a España como este país de mierda. El citado lector, que sin duda tiene un sentimiento patriótico susceptible y no mucha agudeza leyendo entre líneas, pero está en su derecho, considera que me paso varios pueblos y una gasolinera. Le extraña, por otra parte, y me lo comunica con acidez, que alguien que, como el arriba firmante, ha escrito algunas novelas con trasfondo histórico, y que además parece complacerse en recuperar episodios olvidados de nuestra Historia en esta misma página, sea tan brutal a la hora de referirse a la tierra y a los individuos que de una u otra forma, le gusten o no, son su patria y sus compatriotas.
La verdad es que podría, perfectamente, escaquearme diciendo que cada cual tiene perfecto derecho a hablar con dureza de aquello que ama, precisamente porque lo ama. Y cuando abro un libro de Historia y observo ciertos atroces paralelismos con la España de hoy, o con la de siempre, y comprendo mejor lo que fuimos y lo que somos, me duelen las asaduras. Aunque, la verdad, ya ni siquiera duelen Al menos no como antes, cuando creía que la estupidez, la incultura, la insolidaridad, la ancestral mala baba que nos gastamos aquí, tenían arreglo.
La edad y las canas ponen las cosas en su sitio: ahora sé que esto no lo arregla nadie.
España es uno de los países más afortunados del mundo, y al mismo tiempo el más estúpido. Aquí vivimos como en ningún otro lugar de Europa, y la prueba es que los guiris saben dónde calentarse los huesos. Lo tenemos todo, pero nos gusta reventarlo. Hablo de ustedes y de mí. Nuestra envilecida y analfabeta clase política, nuestros caciques territoriales, nuestros obispos siniestros, nuestra infame educación, nuestras ministras idiotas del miembro y de la miembra, son reflejo de la sociedad que los elige, los aplaude, los disfruta y los soporta. Y parece mentira.
¡Con la de gente que hemos fusilado aquí a lo largo de nuestra historia, y siempre fue a la gente equivocada! A los infelices pillados en medio. Quizá porque quienes fusilan, da igual en qué bando estén, siempre son los mismos.
Pero me estoy metiendo en jardines complejos, oigan. El que quiera tener su opinión sobre todo eso, acertada o no, pero suya y no de otros, que lea y mire. Y si no, que se conforme con Operación Triunfo, con Corazón Rosa o con Operación Top Model, o como se llamen, y le vayan dando.
Cada cual tiene lo que, en fin, etcétera. Ya saben. Por mi parte, como todavía me permiten y pagan este folio y medio de terapia personal cada semana –es higiénico poder morir matando–, me reafirmo un día más en lo de país de mierda.
Y lo voy a justificar hoy, miren por donde, con una bonita anésdota anesdótica. Una de tantas.
Verán. Un niño de siete años, sobrino de un amigo mío, observando hace poco que varios de sus amigos llevaban camisetas de manga corta con banderas de varios países, la norteamericana y la de Brasil entre ellas –algo que por lo visto está de moda–, le pidió al tío de regalo una camiseta con la bandera española. «Van a flipar mis amigos, tito», dijo el infeliz del crío.
Según cuenta mi amigo, el sobrinete bajó al parque como una flecha, orgulloso de su prenda, con la ilusión que en esas cosas sólo puede poner una criatura. A los diez minutos subió descompuesto, avergonzado, a cambiarse de ropa. El tío fue a verlo a su habitación, y allí estaba el chiquillo, al filo de las lágrimas y con la camiseta arrugada en un rincón. «Me han dicho que si soy facha o qué», fue el comentario.
¡Siete años!, señoras y caballeros. La criatura. Y no en el País Vasco, ni en Cataluña, ni en Galicia. ¡En la Manga del Mar Menor! provincia de Murcia.
Casualmente, y sólo una semana después de que me contaran esa edificante historia infantil, otro amigo, Carlos, gerente de un importante club náutico de la zona, me confiaba que ya no encarga polos deportivos para sus regatistas con el tradicional filetillo de la bandera española en las mangas y en el cuello. «En las competiciones con clubs de otras autonomías –explicó– están mal vistos.»
Dirán algunos que, tal y como anda el asunto, podríamos mandar a tomar por saco ese viejo trapo (nuestra bandera) y hacer uno distinto.
Al fin y al cabo sólo existe desde hace dos siglos y medio. Podríamos encargarle una bandera nueva, más actual, a Mariscal, a Alberto Corazón, a Victorio o a Lucchino. O a todos juntos. Pero es que iba a dar igual. Tendríamos las mismas aunque pusiéramos una de color rosa con un mechero Bic, un arpa y la niña de los Simpson en el centro; y en las carreteras, el borreguito de Norit en vez del toro de Osborne.
El problema no es la bandera, ni el toro, sino la puta que nos parió.
A todos nosotros.
A los ciudadanos de este país de mierda.



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 Gracias

martes, 20 de abril de 2010

CUANDO LAS INJUSTICIAS NO PRESCRIBEN

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EL PAÍS
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El recurso a la memoria, proclamado con rabia en plena guerra mundial cuando a los vencidos no les quedaba otra arma de lucha contra la barbarie, se ha convertido en clave interpretativa de los conflictos más agudos de nuestro tiempo, incluido el que afecta al juez Garzón.
Baltasar Garzón está siendo procesado, acusado de prevaricación, por intentar dar satisfacción a las víctimas del franquismo. El juez instructor, Luciano Varela, le echa en cara desconocer principios esenciales del Estado de derecho como "la irretroactividad de la ley y de leyes como la de amnistía". La actual querella contra el franquismo está siendo abordada desde perspectivas muy diferentes: desde la técnica jurídica y ahí el problema es cuándo una interpretación de la ley deriva en prevaricación; desde el costado político y ahí la ironía es que grupos falangistas lleven al banquillo al juez que quiso juzgar al franquismo; o también desde la cultura que somete los planteamientos del derecho a las exigencias morales de la memoria. Estaríamos entonces ante un conflicto entre la memoria y el olvido.
Si hoy la memoria resulta, aquí y fuera de aquí, tan peligrosa es porque se ha ido cargando a lo largo del siglo XX, debido a las dos guerras mundiales, de una autoridad que escapa a los controles que durante siglos habían impuesto el derecho, la política y la ética. Esa autoridad procede de unos contenidos nuevos que hoy reconocemos como propios de la memoria. En primer lugar, que no es un sentimiento sino un conocimiento. La memoria ve algo que escapa a la historia o a la ciencia. Lo que la memoria ha descubierto en los últimos años es que las víctimas del colonialismo, de la esclavitud, de la conquista o de la guerra civil son significativas, tienen significación. Claro que víctimas ha habido siempre, pero eran insignificantes o invisibles porque entendíamos que eran el precio del bienestar presente o de la transición política. Había que asumirlo como irremediable y lo que tocaba era pasar página. Eso se ha acabado. Ahora son visibles y si queremos romper una lógica política que camina sobre víctimas, hay que hacer justicia a las víctimas de la historia. No podemos plantearnos el futuro del País Vasco al margen de la memoria de las víctimas y no podemos lograr la reconciliación sin la memoria de la guerra y de la postguerra.
El segundo componente consiste precisamente en entender la memoria como justicia y al olvido como injusticia. Primo Levi cuenta que una joven le preguntó, después de oír su testimonio, qué podrían hacer ellos, los oyentes. Y Levi, que no daba una puntada sin hilo, respondió con un escueto "los jueces sois vosotros". Extraña respuesta porque ¿qué justicia puede impartir un oyente? Eso debería ser cosa de los tribunales o de la historia. Pero Levi lo tenía muy claro. Sabía que sin memoria de la injusticia no hay justicia posible. Sin memoria la injusticia deja de ser, como si lo que en su momento fue crimen, robo o infamia, nunca hubiera tenido lugar. Nadie lo sabe mejor que el propio criminal, por eso se afana, una vez cometido el crimen, en borrar las huellas, es decir, en quitar importancia al crimen, interpretándolo como inevitable dadas las circunstancias. Los supervivientes mantenían viva esa memoria de la injusticia mientras vivían, pero, una vez idos, el testigo pasaba a las generaciones siguientes. Lo que Levi pedía a la generación de la joven es que hiciera justicia bajo esa forma modesta, pero fundamental, que es la memoria de la injusticia. La forma más perversa de olvido consiste en privar de significación y de actualidad a la injusticia pasada.
El deber de memoria alcanza al derecho en el sentido de la frase del exordio: la memoria abre expedientes criminales que las leyes de punto final o de amnistía convinieron en dar por clausurados. Algunos de esos expedientes abiertos han sido muy sonados. Recordemos el Juicio de Nüremberg. Cayó de un plumazo el sacrosanto principio, mantenido durante milenios, de que hasta los crímenes más horrorosos prescribían con el tiempo. Pues no, hay crímenes, como los del franquismo, que no prescriben aunque se invoquen dos amnistías. Pero más allá de las anécdotas, lo importante es señalar que gracias a la moderna cultura de la memoria se ha creado una cultura moral que establece una relación indisoluble entre justicia y memoria de la injusticia, de suerte que las figuras del olvido son cómplices de la injusticia. Entre las variables que un juez, también si es del Tribunal Supremo, tiene que tener en cuenta en la interpretación de la ley, la atención a las injusticias pasadas olvidadas es prioritaria porque es un deber moral. En el caso de que esa inspiración moral no haya logrado aún cambiar las leyes en ese sentido, debe condicionar la argumentación jurídica siempre en favor de dar satisfacción a las víctimas que esperan se las haga justicia. En este caso el juez Garzón está del lado de la memoria y el juez Varela, del olvido.
Artículo publicado por Reyes Mate en El País.
Reyes Mate es profesor e investigador del CSIC, autor de La herencia del olvido, premio Nacional de Ensayo.